En el siglo XXI, las mujeres dirigen naciones, empresas multinacionales, cortes supremas y hasta misiones espaciales. Sin embargo, una de las instituciones más influyentes (y antiguas) del mundo sigue siendo impenetrable para ellas: la Iglesia Católica. Más concretamente, el papado. ¿Por qué, en más de dos mil años de historia, ninguna mujer ha llegado a ser papa?
La respuesta más inmediata está escrita en el Código de Derecho Canónico: solo un hombre bautizado puede ser ordenado obispo, y solo un obispo puede ser elegido papa. Esta condición excluye automáticamente a más de la mitad de los 1,300 millones de fieles católicos: las mujeres.
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Para aspirar al papado, primero hay que ser sacerdote. Y aquí surge el primer gran obstáculo: las mujeres no pueden ser ordenadas sacerdotisas. La Iglesia sostiene que esta restricción se basa en la tradición apostólica: Jesús eligió a doce hombres como apóstoles y, según la doctrina católica, esa elección no fue arbitraria, sino intencionada y perpetua.
Este argumento fue reiterado formalmente en 1994 por Juan Pablo II en la carta Ordinatio Sacerdotalis, que declaró que “la Iglesia no tiene autoridad alguna para conferir la ordenación sacerdotal a las mujeres”. Francisco, el actual pontífice, ha reafirmado este principio, aunque ha mostrado apertura a discutir el liderazgo femenino en otros ámbitos eclesiásticos.
Algunos avances han ocurrido. En 2020, el Papa Francisco designó por primera vez a seis mujeres laicas en el influyente Consejo de Economía del Vaticano. También ha nombrado mujeres en roles de alto perfil, como la italiana Francesca Di Giovanni, quien en 2020 se convirtió en la primera mujer en ocupar un cargo de nivel subsecretario en la Secretaría de Estado.
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Pero esos gestos, aunque simbólicos, no implican una redistribución del poder real. Las mujeres siguen sin tener voz en los sacramentos ni capacidad de decisión doctrinal. El Vaticano continúa siendo una estructura jerárquica, vertical y profundamente masculina.
La leyenda de la Papisa Juana, una mujer que supuestamente se disfrazó de hombre y llegó a ocupar el trono de San Pedro en el siglo IX, fue desmentida por los historiadores. Pero su persistencia evidencia una necesidad cultural: imaginar lo que no se permite.
Durante siglos, esta historia se utilizó para cuestionar la legitimidad del poder papal o como sátira política. Hoy, recuerda que debemos desafiar simbólicamente al poder cuando no podemos acceder a él estructuralmente.
La única posibilidad estructural de que una mujer llegue a ser papa sería que otro papa reescribiera el canon, permitiendo primero la ordenación de mujeres como sacerdotisas y luego como obispas. Pero eso no es solo una decisión administrativa; es un giro doctrinal que enfrentaría una fuerte resistencia teológica y política dentro de la Iglesia.
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Según datos del Pew Research Center, aunque el 60% de los católicos en Estados Unidos está a favor de que las mujeres sean sacerdotisas, la jerarquía eclesiástica global sigue siendo reticente. En regiones donde el catolicismo crece —como África o América Latina—, las posiciones suelen ser aún más conservadoras.
Mientras tanto, otras denominaciones han avanzado. La Iglesia Anglicana ordena mujeres como obispas desde 1989, y la Iglesia Luterana tiene incluso arzobispas. En el judaísmo reformista, las mujeres pueden ser rabinas desde la década de 1970, y el islam también cuenta con teólogas prominentes en espacios reformistas.
El contraste no solo deja en evidencia el anquilosamiento de la Iglesia Católica, sino que plantea preguntas sobre su sostenibilidad institucional y relevancia futura entre las generaciones más jóvenes, especialmente entre mujeres católicas altamente educadas y profesionalizadas.
La exclusión de las mujeres del liderazgo máximo en la Iglesia Católica no es simplemente una decisión religiosa, es una cuestión de poder. Y como ocurre en el mundo corporativo, político o judicial, los argumentos sobre “papeles distintos” o “dignidades complementarias” suelen ocultar barreras estructurales que perpetúan un statu quo desigual.
Hasta que el liderazgo femenino en la Iglesia Católica no pase de lo simbólico a lo sacramental, no será una cuestión de teología, sino de voluntad política.
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